Laberinto

Cuando dejas de entenderte a ti misma estás perdida.

Estás perdida porque se supone que eres tú la que debes explicar a los demás quién eres pero, llega un día en que, en medio de la explicación, te encuentras con una pregunta trampa que, sin darte cuenta, te dirige hacia un laberinto sin salida, lleno de dragones y mentiras.

Y te pierdes, te buscas y te maldices porque, aunque siempre sospechaste que tu orientación era una porquería, nunca quisiste aprender cómo funcionaban los mapas. Con cada paso te vas destruyendo un poquito más y, cada vez te acuerdas menos de quién eras, sólo piensas en quién te gustaría ser y la tormenta se va acercando, los pensamientos se van nublando y… ya es tarde, la marea ya ha subido.

Y vuelves a pasar mil veces por la misma curva, esa en la que te atropelló aquel con su mirada, te pasó por encima y, mientras tus ojos sangraban una especie de líquido transparente, nadie fue a rescatarte. Y lo revives y es como si un camión te aplastara las entrañas, como si te ahogaras en medio de un mar, mientras combates con las carcajadas de los otros que se apagan cuando llegan a ti.

Y explotas entre zancadas eternas hacia ninguna dirección y gritas ante tu figura y le pides compasión a la rabia, que está agujereando tus tímpanos y necesitas un respiro porque, en este cruce de caminos, todos se creen más y todos te hacen convencerte de que eres menos.

Pero, con el cuerpo lleno de heridas y el alma remendada, continúas caminando entre zarzas, con la lluvia mojando tus hombros y con la mochila vacía. Sólo vagas con la esperanza puesta en encontrar ese libro en el que encuentres las respuestas sin pregunta a esta incógnita que eres, que soy.

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